top of page

Gamín Hijueputa

Texto

Ya habían pasado ocho meses, cuatro días y probablemente 18 horas desde que él se fue de la casa. Yo, en cambio, seguía viviendo sola en las penumbras de dolor que manchaban las paredes del apartamento. Mi hijo se había ido.

Aquel día, sin saber cuan monótona era mi vida, caminaba sobre las calles, ya lejanas a mi trabajo, de vuelta a mi agrio “nido”. Hace dos días había escuchado a mis colegas decir que cerca de la firma habían robado a algunos clientes, pero yo, necia y cabeza dura, tomé la ruta corriente.

Las paredes se veían más mohosas, las nubes cada vez más oscuras y mi rostro amargado, completando esa “armoniosa” casualidad, se emblandecía mientras caminaba. Aún no sé si fueron mis zapatos rojos, mi gabán verde o mi obstinación lo que llamó la atención de esos rateros.

Lo primero que sentí fue un jalón en el pelo.

–Quieta, cucha, quieta- amenazó una voz. Pensaba gritar, pero un cuchillo se posó en mis caderas.

-… ¿Qué…quieren?...- balbuceé. Mi cabeza rebotó contra una de las paredes.

-¡Cállese!, ¡le dije!- él había dicho “quieta”.

-Pásenos el bolso y… ¡lo que tenga de valor!...- dudaron. Era evidente que no tenían mucha experiencia.

No forcejeé, sino que dejé que me robaran. Les di todo: el bolso, el gabán, el reloj, el teléfono celular y mis anillos. Todo de espaldas contra la pared. Mi mente estaba en blanco y mi cerebro no reaccionó a mis impulsos, sino a la voz de aquel hijueputa. ¿Por qué? Aún no sé si no quise reaccionar o no pude. ¿No pude? ¿Me iba a dejar quitar ahora también mis cosas? Dudé. En el momento en que disponían irse, los ladrones cometieron un error. El que sostenía la navaja tembló un poco y de un golpe en el brazo hice que su arma rodara a unos dos metros (o tal vez veinte centímetros). Me giré. Ese fue mi peor error: girarme. No creía, no entendía. Los ojos del hijueputa se posaron en mí igual de anonadados. El otro ratero se dirigía al arma blanca, pero el que se quedó mirándome, tal vez hizo un gesto o tal vez no, lo detuvo. Tal vez fue la intensidad del momento. Seguíamos mirándonos.

-… ¿Mamá?...- por fin se quebró el silencio.

No respondí. Solo lo miré, lo detallé con dolor e impotencia. Detallé su mejilla morada, ¿lo habrían golpeado?; detallé sus labios resecos, ¿habría comido?; detallé las orejas que moldeaban su ojos llorosos, ¿dónde estaría durmiendo? Mi cerebro decidió razonar: ¿acaso ese gamín hijueputa, maldecido desde mis entrañas, era el resultado de la crianza de una madre puta?, ¿acaso era yo esa puta? Seguí observándolo.

-…Vámonos…- ordenó al segundo.

-¡¿Qué?!- discutió -¡pero nos vio la cara!, hay que…

-

-¡Vámonos!- gritó- ¡déjele todo, menos el reloj!

-…Pero….-

-¡YA!- se sobresaltó -¡es mi mamá!- explicó. El otro calló.

Sí, la madre puta del gamín, la que le dijo hijo de puta a su hijo mientras la robaba. Dejaron las cosas en el suelo, me miró por última vez y se fue.

Una semana después, me encontraba explicándole a mi jefe por qué no asistí al trabajo durante cinco días. Entendió y me permitió conservar el empleo.

Mi hijo se fue. Nunca más lo vi. Excepto cuando reconocí su cuerpo en la morgue, tres meses luego del atraco.

Por: Milton Julián Lambraño González

¿quién le robó el corazón a ariadna?

Cruzar el umbral de una puerta no había sido nunca un problema, pero, aquel día, incluso antes de pasar por debajo de él, una sensación extraña me estremecía completamente. No sé si aquello se debía a lo que me disponía hacer, o por el contrario, al temor de no saber lo que pasaría cuando lo hiciera. Una sonrisa endeble se dibujaba en el rostro de mi anfitriona, que de un abrazo (más bien un tirón), me ingresó a su morada. Solamente en dos cosas concuerdo con aquellos que dicen conocerla: en que su apartamento ostenta un ambiente extraño y en que prepara el mejor té de Bogotá. Así empezó la tarde, con una cálida taza de té con sabor a presagio.

No es, en sí misma, una mujer que causa perturbaciones, cualidad que le adhieren por ejercer el derecho como profesión; en efecto, es amable, letrada y leal, pero con un secreto que sobrelleva a cuestas el cual yo, de una manera u otra, cargaré de ahora en adelante, un secreto que responde a cuestiones complejas y es que ¿cómo se le pregunta a alguien por la muerte de su hijo?, ¿existe una forma gentil de interrogarle por el suicidio de su esposo?, ¿podría haber una manera de reprochar su remordimiento luego de que, después de ocho meses de silencio, dolor e incertidumbre, volviera a ver a su unigénito en una sala de la morgue? Ella estaba ahí, tiritaba, temblaba, acabó por echarse a llorar y cuando, luego de beber el té, le pregunté qué le ocurría, me contestó que no lo sabía, pero que tenía un miedo espantoso de seguir callando sus fantasmas. Fantasmas reales de verdad.

Una rápida observación por el lugar me hizo darme cuenta de su pulcritud, mas resultaba extraño que algunos lugares de la casa no habían sido tocados ni por jabón, ni por agua ¿por qué? Nicolás. Su hijo amado que, cuando niño, jugaba en el apartamento, pintaba las paredes y revoloteaba en busca de la atención que sus padres nunca le ofrecieron. Pues bien, ahora no lava las paredes ni borra los dibujos porque en ellos encuentra al niño que perdió. Lo perdió en las incontables horas de trabajo, en las incesantes discusiones con su marido, en la rutina de sonrisas falsas y máscaras bien talladas, en esa soga al cuello que hacía colgar el cuerpo sin vida del infiel padre de Nicolás. Nicolás ya estaba perdido, solo que el día que se fue perpetuó aquella perdición. Se fue y nunca volvió. Y esa historia, compleja y escondida, llevaba cinco largos años sin ser contada.

Por un momento pensé que la posibilidad de vivir una situación similar era la que reposaba en aquel umbral al que tanto temía, pero no era el marco de la entrada al que debía temer, sino al de la habitación que limita con el pasillo izquierdo del apartamento. El cuarto incólume de Nicolás.

Con incertidumbre, o tal vez cinismo, pedí autorización para entrar en la pieza y, con un ademán de inseguridad, la frágil mujer me lo permitió. Al entrar quedé perplejo: todo estaba intacto. La cama, tan desarreglada como el día que Nicolás se fue de la casa; las figuras de acción, vestidas de polvo; los muebles, sin un ápice de brillo y el marco del espejo, quebrado a la mitad. Lo único que resaltaba distinto en la habitación era un reloj. Un reloj que cinco años atrás había sido robado por el mismo Nicolás que, sin saberlo, y luego de ocho meses de abandonar su hogar, obtuvo de un atraco a su propia madre.

La última vez que ella lo vio vivo fue en el asalto. Cruzaron miradas y ante la insospechada situación se dijeron cosas que solo los ojos podrían pronunciar. Cosas que solo lo hijos dicen y que únicamente entienden sus madres. Luego del frente a frente, él decidió irse dejándole todo lo que disponía hurtar, solo se quedó con un reloj, el que ahora relucía con opaca novedad en la oscura habitación de Nicolás. El único objeto que la policía le devolvió a la madre.

Ahora ya no recuerdo las preguntas que rompieron el silencio luego de la entrada al cuarto, porque a medida que hablaba se hacían más fuertes los sollozos de ella, más rápidos mis latidos y más pesado el ambiente. ¿Pesado? Sí, ahora yo era Nicolás. Ella me lo gritaba, me llamaba como a su hijo, me apretaba, me abrazaba con potencia, me pedía perdón, me juraba que dejaría su trabajo, que me daría todo su tiempo, que me regalaría su reloj, me prometía que me amaba y que me perseguiría por siempre. Tuve miedo, pero no el mío, sino el de esa mujer, mi solitaria tía que me abrazaba buscando en mí la consolación que nunca recibió. Tenía miedo de la pérdida y la soledad.

La policía corrobora la historia: que el joven fue encontrado muerto en un callejón y que la madre lo reconoció de inmediato. Que nunca habían visto en su estación, ni escuchado de sus compañeros, una historia tan trágica como aquella. Que jamás en sus vidas habrían sufrido tanto por la muerte de un delincuente que solo se había robado un reloj, un delincuente que buscaba el camino de vuelta a casa.

Ningún testimonio familiar se acerca a la realidad de la situación. A ninguno pareció importarle, porque las percepciones simples y prejuiciosas sesgan los corazones y, ciertamente, la repetida ignorancia a las advertencias que le hacían a ella sobre el hombre con el que andaba, la hicieron un blanco de burla e indiferencia que le valió la soledad en la que habitó durante tanto tiempo. Y digo habitó porque ya no estará más sola, o por lo menos, no mientras esta historia se perpetúe en la memoria de aquellos que la lean. En mi memoria.

A fin de cuentas, ¿quién le robó el corazón a Ariadna?, ¿fue el tiempo?, ¿su trabajo?, ¿la insensibilidad de su familia?, ¿la misma muerte?

Ariadna González Vargas es aquella mujer de la que hablo. Una que vive todos los días la pérdida, que piensa en relojes, que prepara el mejor té de Bogotá y que llora por su hijo Nicolás, el ladrón perdido que se robó su paz, su mente y su corazón.

 

 

Por: Milton Julián Lambraño González.

CONTACTo

loadingm@hotmail.com / 3022914983

  • White Instagram Icon
  • White Facebook Icon
  • Twitter Icono blanco

© 2020 de SH3N Producciones.

¡Gracias por contactarme!

bottom of page